Cuando iba al instituto empezó a gustarme de verdad el cine. Comencé a
ver muchas películas en la televisión gracias a los videos que me dejaba un
amigo. Y, sobre todo, empecé a ir al cine. Al de verdad. A ver películas en
sesión doble. O maratones. O ciclos especiales sobre autores clásicos.
Más allá de que ahora quizás no sería rentable utilizar las salas para
ver nada que no sea el último estreno de Hollywood (o quizás sí), lo cierto es
que hoy me sería imposible devorar películas en pantalla grande al mismo ritmo.
Si ahora tuviera quince años no tendría dinero para ir un par de veces al cine cada semana,
como hacía entonces.
Últimamente se está hablando mucho del precio de las taquillas, tan
caras que hoy el libro de Cabrera Infante se hubiera llamado Cine o caviar. Pero más allá de
explicaciones económicas, de márgenes de beneficio y de imposiciones por parte
de las distribuidoras, lo cierto es que la industria ha matado a la gallina de
los huevos de oro.
Con un coste por entrada desorbitado, la generación actual ha sido la
primera en dejar de ver el cine como un entretenimiento popular, y a empezar a
sacarlo de su ritmo de ocio habitual. El problema es que así no es fácil que la
gente se enamore de algo. Y el chaval que ya no puede apasionarse viendo
películas ahora, será un cliente menos mañana.
Poco presente y menos futuro. Y luego vienen estos asesinos del cine,
después de haberla cagado, a echarle la culpa a las descargas. Cuando su pésima
gestión de la industria cinematográfica es la que ha conseguido darle un balón
de oxígeno a un medio que podría haber muerto con la llegada de internet. El
declive del cine ha encontrado un sustituto natural en la televisión, pasándole
el testigo de calidad, variedad, diversión y, sobre todo, accesibilidad.
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