Los que siempre hemos disfrutado con un libro en la manos, normalmente
queremos pasar el testigo a las nuevas generaciones cuando tenemos hijos. No es
nada raro. Les pasa lo mismo a los que les gusta la música, el fútbol, la caza
o el tunning.
Es algo tan simple como querer compartir lo bueno con los que queremos.
Bueno porque nos gusta. Y en el caso de los libros, bueno porque permite crecer
a los que van aprendiendo a leer.
Lo malo es que, a veces, tenemos las referencias un poco oxidadas. Todavía
recuerdo cuando uno de mis tíos me recomendó las aventuras de Guillermo.
Llegue a echarles un vistazo, pero el caso es que nunca me llegaron a
enganchar. Ya me parecían cuentos demasiado viejos cuando yo era niño. Y es que, realmente, eran
viejos.
Aunque la literatura infantil o juvenil existe desde hace tiempo, no hay que olvidar que el lenguaje evoluciona. Y la
sociedad. Por eso, cuando nos ponemos a aconsejar a los niños sobre qué libros
les pueden gustar, tenemos que ser conscientes de que, a su edad, nosotros
vivíamos en otro siglo. En sentido literal y figurado.
Recuerdo todavía como me enganché al primer libro que cayó en mis
manos. Siempre había sido un gran aficionado a los tebeos. Zipi y Zape,
Sacarino, Pepé Gotera, Otilio, Carpanta… y los mejores: Mortadelo y Filemón.
Pero resulta que una tarde, cuando estaba en la cocina, vi un libro
abandonado por una de mis hermanas. Lo abrí con desgana, ya que casi no tenía
dibujos y comencé a leerlo. Horas más tarde seguía amarrado a las aventuras de
unos chicos que acampaban en medio de unos páramos y que comían cosas raras.
Nunca abandoné a Ibañez. Pero ese libro de Los Cinco me abrió la puerta
a un mundo nuevo.
Enid Blyton supo conseguir lo que muy pocos escritores han logrado. Si
de Wodehouse se dijo que había creado un mundo perfecto más allá del bien y del
mal, lo mismo se podría decir de Blyton. Las aventuras de los Cinco, los Siete
Secretos y similares se desarrollan en una especie de limbo maravilloso. Y qué
decir de esos colegios internos, testigos de festines de medianoche que
han provocado la envidia de todos los que han sabido de ellos.
De aquellos viajes extraordinarios recuerdo autores que se
convirtieron en verdaderos continentes. La primera fue Tove Jansson, una autora
finlandesa que contaba en sus libros las aventuras de unos peculiares
bichillos. La familia Mumin pudo ser el libro que más veces leí en aquellos
años.
Sin embargo, cuando crecí un poco, me incliné pronto por los autores de
aventuras. Mis favoritos eran los tres magníficos: Jack London, Rudyard Kipling
y Stevenson.
Con el primero aprendía a amar el norte, la soledad, los bosques y los
animales. Con el segundo descubrí lo que era la amistad, el honor y el sentido
del deber. Con el tercero, aprendí todo. Todas sus obras son buenas, pero las
novelas que más me impactaron fueron Colmillo Blanco, Stalky y Co. y El señor
de Ballantrae. Sobre todo esta última.
Los tres magníficos no fueron los únicos. Salgari, Conrad, Defoe o Mark
Twain también me acompañaron durante años y años. Otros surgían de vez en
cuando con libros sueltos. Y luego estaba el que lo escribió todo: Julio Verne.
A los libros de Verne, suelen sobrarles capítulos enteros, pero
pocos le han ganado en imaginación con lógica. Sus obras de ciencia ficción se
apoyan firmemente en las dos patas que dan nombre al género.
Aunque, en mi caso, el libro de Verne al que siempre he vuelto es Dos
años de vacaciones. Una obra que promete
ya desde su propio título. Y que se convierte en uno de mejores ejemplos de la
robinsonada (ese género del que me declaro enamorado).
Otro género que despierta mis pasiones más altas es el de la
supervivencia tierra adentro. Una especie de robinsones de secano. Aunque este
tipo de libros se ha prodigado más en Estados Unidos (por eso de que, para
perderse hacen falta hace grandes espacios vacios), Inglaterra también ha dado
varios obras. Una de mis favoritas es Brendon Chase.
En cuanto a la magia, nunca antes ha existido en el género un héroe
como Harry Potter. Aunque realmente sus libros buenos de verdad son los dos
primeros de la saga. En el tercero se le empieza a ir un poco la olla (o el
caldero). Y los cuatro últimos parecen directamente subcontratados.
Mientras que al principio era capaz de contarlo todo en un puñado de
páginas, al final Rowling necesita cienes para hablar de naderías. Pero su obra
es realmente holística. Hasta en eso recuerda a Enid Blyton, la otra inglesa
grande entre las grandes.
No llegué a navegar los mares de la novela policíaca, por lo que me he perdido muchas horas de diversión. A veces me
arrepiento un poco por haber pasado al lado de Conan Doyle, Agatha Christie y
demás fauna, sin dejarme llevar por sus cantos de sirena.
Por donde sí que me aventuré fue por los cielos de la ciencia ficción.
Me abrió la puerta Asimov, y pronto ya estaba trasteando con Bradbury, Harry
Harryson o Stasnislaw Lem. Años más tarde abandonando el género poco a poco,
pero no sin haber descubierto antes el genial Juego de Ender (que muy pronto se
pondrá de moda otra vez).
Este es el bagaje de mi infancia lectora. Pero, como he dicho antes,
son maletas cargadas de libros viejos. Muchos de ellos seguirán robando el
sueño a niños durante mucho tiempo. Pero hay que ir con cuidado a lo hora de
manejarlos. No siempre es tan fácil entrar en ellos como queremos creer al
fiarnos de nuestros recuerdos infantiles. Hay pues que buscar savia nueva.
De los actuales, creo que merece la pena destacar algunas sagas que he
comprobado que funcionan. Gerónimo Stilton puede servir como introducción al
mundo de los libros. Antes de él se leen cuentos. Pero con Gerónimo ya hay que
decir eso de “no te dejes el libro por ahí tirado”. Es un salto que implica
calidad en el lector, más que en la lectura.
Otra saga que engancha es la del pequeño vampiro. Y todavía sigue
funcionando muy bien el pequeño Nicolás. O Las Fieras FC. O Fairy Oak. Entre
otras muchas. Hay tantas, que lo mejor es recurrir al método científico por
excelencia: prueba-error.
El salto les suele llevar a conocer luego a Harry Potter, Percy Jackson
o similares. Es un salto intermedio. A partir de ahí los gustos se refinan y se
suele producir una separación de caminos. Unos llevan a la ciencia ficción, hoy
en horas bajas. Otros a la llamada literatura fantástica (desde Tolkien para
abajo). Algunos más modernillos se desviarán por historias de zombies,
licántropos y chupasangres. Muchas de ellas devorarán sagas y sagas cargadas de
románticos y lánguidos personajes.
Llegados a este punto, más que dirigir hay que compartir. Ya no
descubrimos mundos completos, ahora es cuando empieza el trabajo fino. El de
conocer gustos y ajustar consejos al milímetro. No tanto porque nos guste a
nosotros, como pensando en lo que realmente les va a emocionar a ellos.
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