Decir a estas alturas que Bringing
Up Baby merece la pena es como recomendarle a alguien que se siente a ver
la luna llena, una noche de agosto, en un pequeño restaurante a orillas del
Mediterráneo y en compañía de la persona que ama. Obviedad es la palabra que
estaba buscando.
El caso es que esta película tiene buenos mimbres, y unas cuantas
paradojas. Entre los primeros destaca Howard Hawks, el que puede que sea el
segundo mejor director que en la historia del cine ha habido (John Ford está un
par de pasos por delante).
No cometeré el error de empezar a hacer apología alegremente de Howard
Hawks.
Hay gente que a veces se pone a elogiarle en medio de una charla
intranscendente y termina publicando un libro de más de mil páginas.
Otro de los mimbres es la pareja protagonista. Desde la distancia, ver
juntos a Katharine Hepburn y Cary Grant en un cartel nos evita también hacer un
largo panegírico. Bastan sus nombres.
Por otra parte, la película para mi es el mejor ejemplo de la Screwball
Comedy. O lo que vienen siendo comedias con personajes excéntricos, ritmo
acelerado y situaciones equívocas. No fue la primera ni la última del género,
pero quizás sea la que mejor lo defina.
Entre las paradojas destaca el papel de la crítica y público de la
época. La película fue un desastre. Tanto como para considerar a la Hepburn
como veneno para la Taquilla. (Por cierto, nadie mejor que Katharine Houghton
Hepburn para ponerle el artículo determinado delante).
La mala acogida de la comedia llevó incluso a vetar a Howard Hawks para
algún proyecto posterior. Menos mal que el veto duró poco.
¿Y quién empezó entonces a reivindicar la película? Pues fue la misma
gente que no había ido a verla al cine la que se dio cuenta de lo que se había
perdido, cuando la echaron por la televisión. El resto es historia.