Al ritmo que van las cosas, cada vez hay más aparatos y cachivaches que
desaparecen de nuestras vidas para siempre. O que resisten a duras penas
gracias a la nostalgia de gente con tiempo libre y dinero para poder darse sus
caprichitos (geeks, hipsters y compañía).
Desde los discos de vinilo hasta las cabinas telefónicas. Rollos de
película para la cámara de fotos, consolas de videojuegos, radiocasetes,
televisiones con el culo gordo, diskettes, equipos de música con bafles enormes
en las esquinas, manecillas de rueda para abrir las ventanillas de los coches.
Algunos de estos cacharros se han convertido en iconos de un servicio aunque
ya no existan, como los teléfonos de rueda. Lo mismo que la trompetilla del
pregonero se convirtió en un símbolo casi universal de correos.
De la vida secreta de las máquinas de escribir tan sólo nos quedará el
cine para hablarnos de ellas. En El
resplandor, Jack Nicholson no amanecía más temprano por mucho madrugar (o,
en la versión original, de tanto trabajar sin jugar, se volvía un chico
aburrido).
En Tienes un e-m@il, el
personaje de Greg Kinnear ya era un prototipo de los hipster aficionados a
Starbucks que se ven por ahí de vez en cuando. Y hace poco, el marginado de Stephen
Chbosky también escribía cartas a su amigo con una de ellas.
Los cuatrocientos golpes, Luna
nueva, La lista de Schindler, Misery y cienes y cienes de películas nos
dejan el recuerdo de unos cacharros con los que nos encantaba jugar de
pequeños.
De todos esos momentos cinematográficos yo me quedo con dos. El primero
junta a cuatro verdaderos monstruos del séptimo arte: Ernst Lubitsch, Charles
Brackett, Billy Wilder y David Niven. Cuando este último se enfrenta por
primera vez a una máquina de escribir en La
octava mujer de Barba Azul el resultado es tan grandioso como catastrófico.
Y el segundo es la escena que quizás sea más famosa con uno de estos
cacharros. Y lo curioso es que la máquina no aparece por ningún lado. Pero
Jerry Lewis dice más con sus gestos que todo un catálogo clásico de Olivetti.
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