Una flor desaliñada y pobre, con pocos pétalos, que se muere rápido cuando se corta, que no adorna con sus hojas la extensión de un parterre. Una mala hierba para jardineros y campesinos.
Pero cuando nos alejamos de ella, y vemos la mancha roja de su cabeza en medio de los campos. Cuando se juntan a centenares entre las espigas. Cuando iluminan de rojo las cunetas de los caminos. Entonces nos damos cuenta del valor que tienen.
Fueron manchas de color que nos acompañaron mucho antes de que supiéramos que los impresionistas la habían elevado al altar de sus cuadros. Ni rosas, ni margaritas, ni lirios. Sólo las amapolas ondean sus estandartes en los campos de nuestra infancia.
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