Hace poco leía la siguiente frase en un
reportaje de Yorokobu: “es reprobable imprimir una tirada mastodóntica de un
catálogo de modas o de regalos y luego aconsejar su reciclaje, como si no
hubiera pasado nada.” Y me di cuenta de que todavía nunca había echado mi rollo
sobre este tema.
Yo en casa tengo cuatro cubos para separar
la basura. Y cumplo cada día con los preceptos de tirar a cada uno de ellos los
elementos correspondientes: la botella al del vidrio, el periódico al del
papel, la lata al de envases y las mondas de las patatas al orgánico.
En mi cabeza me imagino a veces el ciclo de
la basura como si fuera el ciclo del agua. Un círculo perfecto con el que
hacemos un mundo mejor, más sano y más feliz. Sí, yo soy así de estúpido. Como
casi todos. Y así nos va.
Hubo un momento en el que nos vendieron el
cuento de la lechera ecológica. Nos convencieron de que estábamos viviendo en
un mundo sucio, dañando el medio ambiente con nuestro comportamiento egoísta.
Pero no teníamos que preocuparnos. Con una ley de tratamiento de residuos
sólidos todo iba a cambiar. Tan sólo teníamos que reciclarlo todo.
En ese momento el gobierno optó por
Reciclar. Y nos lo tragamos tan contentos. Quizás porque nos permitía apaciguar
nuestras conciencias a cambio de no hacer prácticamente nada. Así que seguimos
comprando lo mismo (o más) y con tirar luego cada cosa en su sitio, todo
perfecto.
Pero el caso es que el cuento era tan sólo
eso: un verdadero cuento chino. Porque hoy parece claro que los únicos que
sacan algún beneficio de todo esto son las industrias de ese país.
Para empezar, los dos supuestos sobre los
que se basa ese cuento son falsos: ni todo lo que hacíamos en el pasado era
contaminante, ni reciclar es bueno.
De lo primero nos podemos acordar muchos. Hasta
hace 30 o 40 años, se reutilizaban desde las botellas de leche o cerveza hasta
los vasitos de cristal de los yogures. Y las cosas se compraban sueltas, no
empaquetadas en kilos de cartón y plástico.
Es cierto que luego vino la borrachera del
envase de usar y tirar. Y había que atajar eso de alguna manera. Pero centrar
la solución en el reciclaje sólo servía para lavar nuestras conciencias y
permitir que las empresas siguieran haciendo lo mismo.
Había otros modelos en los que fijarse. Y no
estaban tan lejos. Hay países del norte de Europa en los que todavía se siguen
reutilizando los envases de cristal (gracias a un sistema de impuestos que
perjudica a las compañías que quieren usar alegremente el plástico o las latas
de aluminio).
Pero para eso hace falta enfrentarse con
esas corporaciones y obligar a las grandes superficies a mantener espacios para
almacenar los envases retornables. Mucho trabajo, pensó el gobierno. Era mejor
vendernos las ventajas del Reciclado. Y dejar que los costes los asumiéramos
nosotros de forma indirecta.
Reciclar es malo. Muy malo. Es lo que
deberíamos evitar a toda costa. Origina un gasto de energía y de recursos
adicional para algo que deberíamos haber evitado desde el principio: un residuo.
Lo que realmente deberíamos tratar de hacer,
y de favorecer con leyes, son la reducción de elementos desechables (la mejor
de las soluciones, ya que elimina el problema) y la reutilización de esos
deshechos (el menor de los males).
Pero reciclar es realmente una derrota, un
fracaso. Una forma de prolongar el problema de la gestión de nuestra basura convirtiéndolo
en negocio. Y mientras tanto nosotros seguimos separando y reciclando, tan
felices. Echando cada día las bolsas a sus respectivos contenedores con un
gesto de orgullo. Si es que somos idiotas.