viernes, 28 de marzo de 2014

Recicla y se feliz, idiota

Hace poco leía la siguiente frase en un reportaje de Yorokobu: “es reprobable imprimir una tirada mastodóntica de un catálogo de modas o de regalos y luego aconsejar su reciclaje, como si no hubiera pasado nada.” Y me di cuenta de que todavía nunca había echado mi rollo sobre este tema.

Yo en casa tengo cuatro cubos para separar la basura. Y cumplo cada día con los preceptos de tirar a cada uno de ellos los elementos correspondientes: la botella al del vidrio, el periódico al del papel, la lata al de envases y las mondas de las patatas al orgánico.

En mi cabeza me imagino a veces el ciclo de la basura como si fuera el ciclo del agua. Un círculo perfecto con el que hacemos un mundo mejor, más sano y más feliz. Sí, yo soy así de estúpido. Como casi todos. Y así nos va.

Hubo un momento en el que nos vendieron el cuento de la lechera ecológica. Nos convencieron de que estábamos viviendo en un mundo sucio, dañando el medio ambiente con nuestro comportamiento egoísta. Pero no teníamos que preocuparnos. Con una ley de tratamiento de residuos sólidos todo iba a cambiar. Tan sólo teníamos que reciclarlo todo.

En ese momento el gobierno optó por Reciclar. Y nos lo tragamos tan contentos. Quizás porque nos permitía apaciguar nuestras conciencias a cambio de no hacer prácticamente nada. Así que seguimos comprando lo mismo (o más) y con tirar luego cada cosa en su sitio, todo perfecto.

Pero el caso es que el cuento era tan sólo eso: un verdadero cuento chino. Porque hoy parece claro que los únicos que sacan algún beneficio de todo esto son las industrias de ese país.

Para empezar, los dos supuestos sobre los que se basa ese cuento son falsos: ni todo lo que hacíamos en el pasado era contaminante, ni reciclar es bueno.

De lo primero nos podemos acordar muchos. Hasta hace 30 o 40 años, se reutilizaban desde las botellas de leche o cerveza hasta los vasitos de cristal de los yogures. Y las cosas se compraban sueltas, no empaquetadas en kilos de cartón y plástico.

Es cierto que luego vino la borrachera del envase de usar y tirar. Y había que atajar eso de alguna manera. Pero centrar la solución en el reciclaje sólo servía para lavar nuestras conciencias y permitir que las empresas siguieran haciendo lo mismo.

Había otros modelos en los que fijarse. Y no estaban tan lejos. Hay países del norte de Europa en los que todavía se siguen reutilizando los envases de cristal (gracias a un sistema de impuestos que perjudica a las compañías que quieren usar alegremente el plástico o las latas de aluminio).

Pero para eso hace falta enfrentarse con esas corporaciones y obligar a las grandes superficies a mantener espacios para almacenar los envases retornables. Mucho trabajo, pensó el gobierno. Era mejor vendernos las ventajas del Reciclado. Y dejar que los costes los asumiéramos nosotros de forma indirecta.

Reciclar es malo. Muy malo. Es lo que deberíamos evitar a toda costa. Origina un gasto de energía y de recursos adicional para algo que deberíamos haber evitado desde el principio: un residuo.

Lo que realmente deberíamos tratar de hacer, y de favorecer con leyes, son la reducción de elementos desechables (la mejor de las soluciones, ya que elimina el problema) y la reutilización de esos deshechos (el menor de los males).

Pero reciclar es realmente una derrota, un fracaso. Una forma de prolongar el problema de la gestión de nuestra basura convirtiéndolo en negocio. Y mientras tanto nosotros seguimos separando y reciclando, tan felices. Echando cada día las bolsas a sus respectivos contenedores con un gesto de orgullo. Si es que somos idiotas.

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