miércoles, 28 de noviembre de 2012

Emilio Salgari


Decía Rilke que la verdadera patria del hombre es su infancia. Y todos sabemos que lo que vivimos en la infancia nos suele marcar para toda la vida. El recuerdo de las cosas que disfrutamos siendo niños hace que elevemos esas mismas cosas por encima de sus virtudes reales.

Los de mi generación solemos considerar con ojo benévolo a Mazinger Z, La guerra de las galaxias o la saga de Los tres investigadores. Cumbres inalcanzables de la cultura que si las consideráramos con un ojo más crítico lo mismo no pasaban el corte.


Sólo así se entiende que a Salgari todavía se le siga editando. Fue el equivalente de Enid Blyton o de J.K Rowlings. Disfrutamos con él en la infancia gracias a sus historias de piratas. Pero realmente no deja de ser un escritor del tipo de Dan Brown. Si El código Da Vinci fuera una novela para niños y jóvenes, estoy seguro de que seguiría en las librerías dentro de cien años, loada por críticos cegados por sus recuerdos infantiles.

En mi caso, mi patria infantil me trae buenos recuerdos de él. Aunque no los mejores. Incluso entonces ya era consciente, sin serlo, de que no jugaba en la misma liga que Stevenson o Mark Twain. Hace poco he vuelto a tenerlo entre mis manos. Y la sensación ha sido de sorpresa. Nunca creí que fuera muy bueno, pero tampoco era consciente de que realmente era tan malo.

Las historias son flojas, los personajes planos, los diálogos dan vergüenza ajena, y se apoya tanto en tópicos que tan sólo le falta lo de “madre no hay más que una” y “los negros tienen el ritmo en el cuerpo”.

Y no me vale la excusa de que eran otros tiempos, y había pocas distracciones y posibilidades de entretenimiento. Eso no convierte a los circos de pulgas en espectáculos dignos de interés.Sobre todo porque en esos mismos tiempos, otros escritores nos dejaban obras de aventuras verdaderamente maestras, más allá de los recuerdos infantiles.

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