Decía Rilke que la verdadera patria del hombre es su infancia. Y todos
sabemos que lo que vivimos en la infancia nos suele marcar para toda la vida. El
recuerdo de las cosas que disfrutamos siendo niños hace que elevemos esas
mismas cosas por encima de sus virtudes reales.
Los de mi generación solemos considerar con ojo benévolo a Mazinger Z,
La guerra de las galaxias o la saga de Los tres investigadores. Cumbres inalcanzables
de la cultura que si las consideráramos con un ojo más crítico lo mismo no
pasaban el corte.
Sólo así se entiende que a Salgari todavía se le siga editando. Fue el
equivalente de Enid Blyton o de J.K Rowlings. Disfrutamos con él en la infancia
gracias a sus historias de piratas. Pero realmente no deja de ser un escritor del
tipo de Dan Brown. Si El código Da Vinci fuera una novela para niños y jóvenes,
estoy seguro de que seguiría en las librerías dentro de cien años, loada por
críticos cegados por sus recuerdos infantiles.
En mi caso, mi patria infantil me trae buenos recuerdos de él. Aunque
no los mejores. Incluso entonces ya era consciente, sin serlo, de que no jugaba
en la misma liga que Stevenson o Mark Twain. Hace poco he vuelto a tenerlo
entre mis manos. Y la sensación ha sido de sorpresa. Nunca creí que fuera muy
bueno, pero tampoco era consciente de que realmente era tan malo.
Las historias son flojas, los personajes planos, los diálogos dan vergüenza
ajena, y se apoya tanto en tópicos que tan sólo le falta lo de “madre no hay
más que una” y “los negros tienen el ritmo en el cuerpo”.
Y no me vale la excusa de que eran otros tiempos, y había pocas
distracciones y posibilidades de entretenimiento. Eso no convierte a los circos
de pulgas en espectáculos dignos de interés.Sobre todo porque en esos mismos tiempos, otros escritores nos dejaban obras de aventuras verdaderamente maestras, más allá de los recuerdos infantiles.
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