La ópera es como el fútbol. Estás clavado en el asiento durante largo tiempo, aguantando medio dormido las idas y venidas de balones y cantantes adictos a los carbohidratos por el escenario hasta que de pronto, en medio del sopor, surge un breve momento de magia. Pero sólo a veces. Lo normal es que lo único que surja es el tedio.
Y dicho esto, hablemos de magia. De la de Mozart, por ejemplo. Como solía huir de la ópera como alma que lleva el diablo, no conocía hasta hace unos años esta famosa escena (o duettino) de Las bodas de Figaro. Y ¿cómo la descubrí? Gracias a las cadenas de favores. Un día me puse a ver una película, y allí, en medio de la historia, el protagonista pone un disco por los altavoces de la cárcel para llenar a lo presos y la pantalla de un fulgor indescriptible y ligero.
Es lo que pasa con las cadenas de favores. Una obra maestra, como Cadena perpetua (The Shawshank Redemption) nos descubre otra. O un libro de Pennac nos habla de Carlo Emilio Gadda y meses después caemos rendidos con Quer pasticciaccio brutto de via Merulana.
Ya he comentado como, gracias a Bill Bryson, he descubierto escritores como Will Ferguson o W.E. Bowman. A veces han sido personas de carne y hueso las que, con un comentario hecho de pasada, nos han abierto puertas de mundos maravillosos (todavía recuerdo la frase que me abrió hace tiempo la trilogía de Corfú, de Gerald Durrell). A lo máximo que puede aspirar un blog de este tipo es a continuar esas cadenas. Para que no terminen nunca.
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